Nota: las consideraciones que se presentarán a continuación están basadas en el capítulo dos del libro "Pensar y Hacer" de Héctor Castañeda. No es una descripción completa pues no toma en cuenta el desarrollo posterior de las ideas a lo largo del libro, por lo que puede estar equivocada en muchos aspectos o ser modificada tomando en cuenta dichos desarrollos.
Recientemente, gracias a los acontecimientos que se están presentando en Estados Unidos con el resurgimiento de ideas nazis, supremacistas y racistas, nos vemos una vez más enfrentados a múltiples dilemas con respecto al discurso de odio, la libertad de expresión, los límites que se deben o no se deben trazar como sociedad y muchas otras cuestiones que surgen alrededor del tema. Esto no es exclusivo del rampante racismo que se viene presentando desde la elección de Trump: el problema de la libertad de expresión vs. el discurso de odio aparece cada vez que hay un ataque terrorista (como lo que acaba de pasar hace unas horas en Barcelona), cada vez que un pastor cristiano hace declaraciones homofóbicas, cada vez que un político hace declaraciones xenófobas, clasistas o racistas, etc. Es por esto que, considero, el asunto está lejos de resolverse con un simple "si o no", por lo que quiero proponer una lectura basada en el capítulo dos del libro "Pensar y Hacer", para que tratemos de entender un poco mejor el problema, si es posible.
Uno de los problemas iniciales que encuentro es el término mismo "discurso de odio" porque, aunque en nuestro lenguaje cotidiano entendamos lo que queremos significar al usar dicho término, las ambigüedades que encierra son las que conducen a problemas. Debemos, pues, diseccionar dicho discurso para saber a qué es a lo que debemos oponernos y cómo debemos hacerlo. Lo que rechazamos tajantemente del discurso de odio es que conduce a actos de violencia, independientemente del tipo o nivel de violencia del acto; es decir, para el argumento es irrelevante si el discurso conduce a un escupitajo o a un asesinato: ambos son actos violentos. El punto clave de partida es ese: hay un acto indeseable de por medio.
¿Qué ocurre cuando actuamos? Castañeda señala que los actos pertenecen al reino del pensamiento práctico (p. 42), el cual se distingue del pensar contemplativo precisamente en que el primero involucra actos, mientras que el segundo no. Esto hace que el pensamiento práctico sea sistémico en sus unidades fundamentales; es decir, un pensamiento práctico no necesariamente es algo del tipo "creo que p", sino que es "una secuencia de pensamientos que forman un razonamiento" (p. 42); dicho razonamiento se llama "deliberación". En esta definición se puede ver que un pensamiento práctico puede estar formado por pensamientos contemplativos que se articulan con otros pensamientos contemplativos, o con algo más, para formar una deliberación. Todos estos elementos involucrados en la deliberación son llamados "noemas" por Castañeda (p. 48).
Ahora, ya vimos que algunos de estos noemas pueden ser pensamientos contemplativos; o en otras palabras, proposiciones (p. 49). Las proposiciones son entes abstractos del pensamiento que se caracterizan por: ser verdaderas o falsas, ser el contenido de una creencia o cognición, ser la enunciación de un acto y ser mensajes que pasan entre personas en actos comunicativos (p. 51). Todas estas características se dan simplemente para establecer una distinción clara: aunque las proposiciones se expresen por medio del lenguaje (una oración, por ejemplo, aunque puede ser también lenguaje no verbal), la proposición NO ES la oración (esta es una visión fregeana del pensamiento), es otra cosa. Estas proposiciones, como vimos, pueden ser, por ejemplo, creencias. Para el caso del discurso de odio, un ejemplo de proposición puede ser algo como "los blancos son superiores". Esta proposición puede ser el contenido de una creencia y es susceptible de tener un valor de verdad: podemos decir si es verdadera o falsa. Estas proposiciones están presentes en una deliberación, pero no son, por sí solas, la deliberación, no son un pensamiento práctico, por lo que, por sí solas, no pueden llevarnos a ningún tipo de acción.
Otro de los noemas involucrados en la deliberación son las practiciones. Estos noemas son, básicamente, aprobaciones que pueden tomar la forma de una orden en un momento dado (p. 59). No son propiamente órdenes y tampoco son proposiciones, puesto que no tienen valor de verdad. Estos noemas se comprenden más fácilmente con un ejemplo: una practición es algo del tipo "apruebo que vayas al campamento". Como se puede ver, este noema no es afirmable, no puedo decir si es verdadero o falso, y tampoco constituye una orden para que vayas al campamento, es otra cosa, una practición. Cuando la practición es en segunda o tercera persona se llama prescripción, cuando es en primera persona se llama intención. Estas practiciones se pueden unir a otras practiciones o a proposiciones para formar cadenas más complejas. Para nuestro tema de discurso de odio podríamos plantear algo como esto: los blancos son superiores (proposición) y los latinos son delincuentes (proposición), por tanto apruebo que amenaces latinos (prescripción) / amenazaré latinos (intención).
Lo anterior tiene mucha más pinta de lo que queremos evitar cuando se propone prohibir o silenciar el discurso de odio, pero, si vemos con cuidado, aún no hemos llegado a una acción concreta, pues una intención no es propiamente una acción, es más un paso anterior a la acción. Por tanto, necesitamos un noema más dentro de nuestra deliberación: los juicios deónticos (p. 66). Estos juicios son proposiciones (tienen valor de verdad), pero se distinguen de las proposiciones sin más en que involucran el "deber". Vale la pena retomar la aclaración de Castañeda con respecto a que aquí se está tratando con un sentido de deber como "deber-hacer", lo que implica agentes y acciones (p. 67). Esto significa que expresiones del tipo "a mediodía debe hacer mucho calor" no son juicios deónticos pues, aunque involucran el término "deber", no lo hacen en el sentido que buscamos. Un juicio deóntico será algo del tipo "debo hacer mi tarea" (aquí el hacer es explícito, pero no se requiere de esta manera). Los juicios deónticos también tienen la particularidad de depender del contexto o institución normativa que los valida o propone; por ejemplo, las leyes de un país, una religión, una ideología política, un tipo de crianza, etc., pueden generar juicios deónticos diferentes y, más importante aún, juicios deónticos que entren en conflicto. Así, por ejemplo, podemos tener el juicio deóntico "[debo] honrar a padre y madre", respaldado en una institución religiosa, y el juicio deóntico "debo respetar la vida de todo ser humano (el derecho a la vida es inalienable)", respaldado por convenciones sociales (derechos humanos, por ejemplo). ¿Qué pasa si mi padre me pide asesinar a alguien, so pena de deshonrarlo si no lo hago? En ese caso tendríamos dos juicios deónticos en conflicto. Completando nuestro ejemplo del tema del discurso de odio, podemos tener algo así: los blancos son superiores (proposición) y los latinos son delincuentes (proposición), por tanto apruebo que amenaces latinos (prescripción) / amenazaré latinos (intención), por tanto debo amenazar latinos (juicio deóntico).
Todo este proceso cierra con un noema expresado en términos de un imperativo, el cual se llama mandato; para nuestro ejemplo sería simplemente la orden: amenaza latinos. Esto no quiere decir que el mandato SEA el acto propiamente dicho, pues un mandato se puede aceptar o rechazar (p. 57); pero, si tenemos la estructura de la deliberación en su totalidad, parece innegable que dicho mandato no tiene otra opción más que ser aceptado y, eventualmente, será "la entidad abstracta sobre la que se pueden llevar a cabo actos". El mandato, por sí solo, no conduce a la acción, pero el mandato, con el resto del andamiaje de la deliberación, efectivamente puede conducir a alguien a amenazar latinos, según nuestro ejemplo.
¿Qué relación tiene todo esto con el discurso de odio, la libertad de expresión y la paradoja de la tolerancia? Considero que esta disección puede ayudar a ubicar certeramente qué es lo que se quiere defender cuando se defiende la libertad de expresión y qué es lo que se quiere prohibir cuando se busca acabar con el discurso de odio, además de permitir ver por qué es perfectamente posible sostener ambas posiciones sin entrar en contradicción.
La libertad de expresión, considero, es aplicable únicamente al ámbito de las proposiciones. Como vimos, las proposiciones son contenido de creencias y conocimientos y admiten valores de verdad, pero más importante, son pensamiento contemplativo. Las proposiciones no son buenas ni malas, son verdaderas o falsas, y por sí solas no involucran acción de parte de quien las contempla. Defender la libertad de expresión implica defender la posibilidad que tenemos de creer lo que queramos, sea verdadero o falso. Por supuesto, la libertad de comunicarlo por cualquier medio también está garantizada en esa libertad de expresión. ¿Cómo podemos combatir este aspecto del discurso de odio? Aquí no debemos censurar ni prohibir, debemos demostrar la falsedad de esas creencias, atacar el discurso en tanto valores de verdad, mostrar sus incongruencias, sus falacias, sus errores, así como mostrar el discurso verdadero, apegado a los hechos, verificable, que pueda reemplazar esas creencias falsas o infundadas.
Por otro lado tenemos las practiciones. Estas no son verdaderas ni falsas, pero, considero, admiten valores morales. Si alguien aprueba ser violento, podemos censurar su aprobación moralmente; si alguien aprueba ser tolerante, podemos alabar su aprobación moralmente. Como vimos, la practición y la proposición tienen que tener algún tipo de relación para poder hacer inferencias lógicas, de manera que aquellos que aprueban conductas y actos reprochables tendrán creencias que los conduzcan a aprobar ese tipo de conductas y actos. En ese sentido, permitir la proliferación de creencias falsas que conduzcan a la aprobación de actos reprochables nos puede acarrear problemas. Nótese que ya no estamos hablando solo de la creencia falsa (solo las proposiciones), en donde podíamos sostener sin problema la libertad de expresión; aquí esa creencia ya está vinculada con unas intenciones (si hablamos de la persona) o unas prescripciones (recomendaciones, si se quiere, si hablamos de terceros). Nótese igualmente que, hasta este punto, no se ha tocado el efecto de dicho discurso de odio: el receptor puede compartir o no las creencias y las prescripciones que dicho discurso trae consigo, por lo que, hasta este punto, el discurso, por sí solo, no es capaz de motivar acción en su receptor. Sin embargo, si el receptor no es neutral; es decir, es alguien que ya comparte esas creencias, lo que en realidad puede estar buscando en dicho discurso es precisamente esa aprobación. Lo que debemos preguntarnos es, ¿un discurso sostenido en una reunión de supremacistas blancos pretende ser un ejercicio de libre expresión o pretende ser un ejercicio de aprobación de conductas reprochables cuya base son unas creencias que ya están firmemente establecidas? Todo parece apuntar a que estamos en el segundo escenario, en cuyo caso ya no estamos hablando de libertar de expresión propiamente dicha. ¿Por qué nos resulta tan difícil separar estas dos cosas? Básicamente porque, aunque los noemas de los que estamos hablando no son las oraciones que los expresan, los noemas sí se pueden expresar por medio de actos comunicativos, y el acto comunicativo se presta para múltiples interpretaciones y ambigüedades: podemos decir, con las mismas palabras y en el mismo orden, una proposición, una prescripción, un mandato, un juicio deóntico, etc. Un ejemplo que nos puede ayudar a aclarar esto es el siguiente: "si no me pagas, prometo que te arrepentirás"; ¿esta frase involucra una promesa o una amenaza? Aunque el vocabulario usado es el propio para expresar promesas, es difícil que no se interprete dicha oración como una amenaza, aún cuando el que la profiera jure que no quiso amenazar a nadie. No podemos evaluar claramente la intención de una persona en medio de un acto comunicativo, pero tampoco podemos negar que muchos se aprovechan de esa situación para buscar unos propósitos más siniestros de los que están dispuestos a aceptar. Un discurso de odio, en las condiciones descritas, difícilmente será interpretado como algo que no sea una amenaza, en cuyo caso no estaría cobijado por la libertad de expresión, pues busca, a través de creencias protegidas por la libertad de expresión, expresar prescripciones o intenciones bastante claras.
Finalmente, un punto que considero vital para frenar el discurso de odio es jerarquizar adecuadamente las instituciones validadoras de los diferentes juicios deónticos. ¿Cuál debe estar por encima de todas? Aquella que garantice la cobertura benéfica más universal posible para todos los seres humanos: una serie de derechos que generen el deber de preservar nuestra especie sin distinción de razas, sexos, nacionalidades, credos, ideologías, etc. Si alguien pertenece a una institución particular (por ejemplo, una religión), y alguna de las normas de dicha institución entra en conflicto con esa normativa benéfica universal, la normativa particular siempre debe perder ante la universal, por más castigos que pueda imponerle su dios a la persona. Garantizar esta forma de resolución de conflictos permite una vida en sociedad plural, en la que todos nos movemos con unos criterios básicos que respeten nuestros derechos humanos.
¿Cómo garantizamos el derecho a la libre expresión en este contexto? Permitiendo la existencia de cualquier proposición, por descabellada, siniestra o equivocada que sea. La manera que tenemos para luchar contra ellas no es la censura, sino la educación y la información... y, obviamente, la sátira y la denuncia de la falsedad de aquellas creencias erróneas. Una sociedad en la que las ideas son libres de ser planteadas y discutidas es una sociedad tolerante. De ahí en adelante, ya no estamos hablando de libre expresión, por lo que esas creencias, enmarcadas en un discurso que pretenda generar prescripciones o intenciones, ya no estarán sujetas a la libertad de expresión, por más que aquellos que las quieran USAR para esos fines se quieran escudar en esta libertad. Esto permite ver claramente la diferencia entre, por ejemplo, un creyente religioso que sostiene unas ideas falsas o equivocadas, y un fanático religioso que pretende usar dichas ideas para aprobar sus propios actos en contra de la humanidad o los de correligionarios igualmente fanáticos. El primero tiene todo el derecho de creer lo que quiera y podemos confrontar sus creencias en el plano de los valores de verdad; el segundo NO tiene la libertad de usar esas creencias para buscar la persecución o el sometimiento y sufrimiento de una parte de la población. Por último, todo aquel que pretenda poner sus normativas particulares por encima de las normativas universales para justificar sus actos reprochables, debe ser detenido inmediatamente. El mejor garante de dicha normativa universal es el Estado mismo, por lo que es este el que debe proteger la resolución de conflictos morales a favor de la universalidad siempre. En ese sentido, prohibir, censurar, incluso castigar a todo aquel que pretenda subvertir la jerarquía institucional es un deber estatal, y un gobierno está en todo el derecho de evitar, por cualquier medio posible, que dichos discursos prosperen y se proliferen. Nosotros, como individuos y sociedad, tenemos el deber de combatir la falsedad de las creencias de las que se alimentan estos discursos, así como de condenar la aprobación de los mismos por parte de otras personas y la realización de actos reprochables sustentados en dicha aprobación y en dichas creencias. Por tanto, podemos defender vehementemente la libertad de expresión sin dejar de condenar y exigirle al Estado que tome cartas en el asunto cuando estamos ante el discurso de odio.
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